Don Mario Hernández, el hombre que llegó a GDL como conserje y se convirtió en un gran periodista

 

 

Sandra Ballesteros

 

Miércoles 24 de diciembre de 2025.- Llegar todas las mañanas a su cubículo de 3X3 que tenía como oficina, en el edificio de la calzada Independencia 324, la sede de El Occidental —mi casa editorial por más de cuatro años— y leer cada día mi orden de trabajo pegada en el cristal, escrita con su peculiar manera —con dos dedos, aunque de forma ágil—, era el inicio de una gran odisea.

 

Mi primer contacto con Don Mario significaba mis inicios como periodista. Hoy, a 32 años de distancia, agradezco a Dios que mi ingreso a esta gran profesión haya sido al lado de un hombre bueno y comprometido como lo fue Don Mario Hernández Márquez.

 

En la cobertura informativa cada día significaba una nueva historia a su lado. Cómo olvidar al jefe Mario en su icónica camioneta Dart K, una vagoneta tinta que siempre estaba lista para acudir a sacar notas de calle o viajar a las colonias populares por noticas de aquellas cosas que preocupaban a la gente.

 

Quizá en ese tiempo, en 1993 para ser más exactos, yo no imaginaba las grandes enseñanzas que dejaría en mi vida ese hombre sencillo, auténtico, humilde, pero sobre todo inquieto. Seguido me contaba su historia, cómo llegó a Guadalajara. Era de Ciudad Lerdo, Durango, un lugar en donde fue promotor cultural, maestro de contabilidad y hasta miembro de la Cámara de Comercio, hasta antes de llegar a Guadalajara.

 

Cuando llegó a la ciudad que lo vio crecer como periodista, fue conserje de una escuela, donde vivió —recuerdo que me decía— en una azotea, para después convertirse en reportero y luego Jefe de Información de El Occidental, un diario al que le entregó gran parte de su vida.

 

Recuerdo que los viajes en la Guayín para reportear apuntaban muchas veces a un evento, a una rueda de prensa, a una entrevista o, en el caso más extremo, al recorrido de una colonia. Porque, ¡ah, cómo le encantaba a Don Mario visitar las colonias! Él sabía que ahí siempre había nota: el agua potable, drenajes colapsados, calles convertidas en arroyos, la inseguridad desbordante o la crisis del transporte urbano.

 

Don Mario era sencillo, no se complicaba la vida. Recuerdo cuando antes de partir a reportear me preguntaba: ¿Ya desayunó?, y ante mi negativa me decía “Vamos a desayunar”. Estacionaba su auto en el famoso mercado Rizo de Revolución (era su preferido) y bajábamos (yo pensando que comeríamos en una fonda) para llegar a una tienda y cremería, donde compraba dos birotes, dos rebanadas de jamón y chile jalapeño.

 

Inmediatamente armaba un rico lonche que desayunábamos en su Dart K, con un refresco, para inmediatamente empezar la jornada del día.

 

Ese lonche era el inicio de un viaje a la enseñanza. Yo subía a esa camioneta Dart tinta sin imaginar que todo lo que aprendería de él y plasmaba en la máquina de escribir en las tardes que llegábamos a la redacción de El Occidental, marcarían mi vida profesional, mi camino como periodista.

 

Don Mario Hernández era: sencillo, práctico, directo y un gran ser humano que igual se ganaba la simpatía de un gobernador, que de un ciudadano común que le confiaba sus problemas en la colonia más alejada.

 

Él era el jefe de información de El Occidental, pero jamás dejó la calle. Jamás dejó de reportear y jamás dejó de enseñar lo que sabía y lo que hacía bien.

 

En el mejor de los casos tenía cuaderno. A veces ni a eso llegaba. Las hojas de papel estraza, hojas blancas y en ocasiones hasta las hojas recicladas de las órdenes de trabajo dobladas a la mitad metidas en la pretina de su pantalón, eran su material para plasmar sus ideas. Es cierto lo que dicen algunos compañeros: su letra era peor que la de un médico. Sus líneas eran largas y simulaban letras. Sólo él sabía lo que escribía.

 

Sin embargo, era algo prodigioso ver cómo esas líneas mal escritas, al siguiente día se convertirían en la nota de 8, en la tinta de los grandes títulos que, después de imprimirse, empezaban a recorrer la ciudad a través del gran grupo de voceadores que se apostaban a espaldas de El Occidental, allá en el estacionamiento, atrás de la rotativa, esa rotativa que despedía el olor a tinta y que se convertía en el periódico impreso que llegaba a esos voceadores, que ahora —30 años después— están reducidos a casi nada.

 

Ese era Don Mario, el mismo que se sensibilizó aquel enero de 1997, cuando le entregué mi carta de renuncia, donde le expuse mi indignación por cómo uno de los altos mandos me obligaba a salir de esa empresa que me impulsó al periodismo. Años después, Don Mario elogió esa misiva. En el fondo supe que él nada podía hacer, pero que siempre estuvo conmigo en esa decisión.

 

Para mi Don Mario Hernández fue un jefe que con su ejemplo se ganó el cariño y la estima de un gran maestro. Fue un gran privilegio el haber estado en el grupo de grandes amigos y reporteros que guardo en el corazón y que él comandó.

 

Gracias, Don Mario Hernández

 

¡Descanse en paz!

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